En ocasiones, ante los desconocidos, soy de contar y reírme de mis desgracias. Puedo transformar las cosas más terribles en ridículas. Me animo a revelar las peores verdades y a decir las más terribles irreverencias. Puedo lograr que un grupo de cuatro o cinco se ría. Aunque puede que a otros, tres o cuatro, no les cause gracia.
Otras veces hablo poco. Intento meter el bocadillo justo en el momento indicado. Siempre procuro que los extraños sigan siendo extraños. Buen método. Mientras más gente desconozca, puedo elaborar mejores comedias. Cualquier rostro anónimo tiene posibilidad de observarme extrañado durante unos segundos. Lo más probable es que pocos minutos después nos olvidemos mutuamente. Pero por un instante, al extraño le completé su vida extraña y viceversa. El desconocido se unió a mi juego y me creyó cada una de las palabras. Yo creí cada una de las suyas.
El desconocido tiene la generosidad de creerme y yo la delicadeza de no mentirle. Me transformo en mis ficciones y me materializo en mis personajes. Y él tiene la bondad - extranjera bondad - de amarme a pesar de mi rutina.