El sábado pasado Juan Manuel Márquez retuvo sus tÃtulos pluma de la AMB y la FIB. Se enfrentó a Manny Paquiao.
Marquez logró recuperarse de sus tres caÃdas en el primer round. Luego de su triple visita a la lona, sostuvo la pelea con experiencia y maña de campeón.
Pacquiao, el retador, le lastimó la nariz al azteca. Con su aspecto de pegador soportó cada contragolpe del mexicano. Pacquiao estuvo a segundos de convertirse en noqueador, pero Márquez se levantó de manera hollywoodense.
Pacquiao aguantó: es un peleador más guapo que técnico. Por momentos parecÃa más mexicano que su rival.
Márquez merecÃa claramente la victoria por puntos. Pudo revertir la desventaja de las caÃdas.
La pelea fue empate, en fallo dividido y confuso. Los jueces de Nevada poseen y disponen de su propia justicia.
Al final de la contienda y luego de conocer las tarjetas, cada uno hizo declaraciones. Pacquiao alegó que él era el ganador y sus afirmaciones fueron traducidas al inglés de manera prolija y occidental. Habló en un idioma austero, plagado de pes y de aes, poco musical y rÃspido. Una lengua lejana, con escaso aliento y palabras como exhalaciones. Un habla repleta de explosiones y zarpazos.
Manny Pacquiao derribó tres veces a su contendiente. En un instante se vio doblemente campeón. En la vigilia obligada del boxeador debe haber desmenuzado la pelea. Debe haber buscado el mecanismo del milagro que llevó a Márquez a incorporarse. A la noche, cuando el ojo derecho perdió su rasgo y se cerró, él siguió despierto.
Esa noche, meditó y repasó el combate. Eran pensamientos con pes y aes, ásperos, dolorosos, en un extraño dialecto asiático. Pensamientos con ruido de derrota y caÃda. Reflexiones que suenan hueco como los guantes de Márquez. Sus pensamientos eran más golpes de puño.